Un tres de diciembre: entre la cura y la palabra

Un tres de diciembre: entre la cura y la palabra

Se sabe que las palabras no se hacen. Por el contrario, brotan, se precipitan sobre  el paladar, luchan contra los dientes y desarmando barreras,  suenan, resuenan, insuflan de aires al aire. Las palabras vibran, incluso, a pesar de quien las dice. Pueden verse, por momentos, cómo se llenan sacos de palabras sobre las hombros de quienes no tienen más arte que el de llevar cargas.  A veces simplemente es así, las palabras nos sorprenden en pleno día o a las sombras de todas las lunas: llenas, menguantes,  crecientes, nuevas… 

“Ernest Cassirer notaba ya el papel protagónico que juega la palabra en las cosmogonías resaltando cómo, en distintas tradiciones, el universo es un “himno sagrado”, la naturaleza entera está “cifrada” y es reflejo de la sabiduría divina. El destino del hombre será recrear y enlazarse con este lenguaje primigenio (Lozano, L. 2018: 9)”.

Los guaraníes explican el origen del lenguaje con un fiat divino peculiar: el Padre creó a los cuatro dioses sin ombligo (Ñamandu) a partir de llamas y neblinas. Depositó en ellos el lenguaje, la divinidad, el amor y los cantos sagrados. Dejó que fueran ellos quienes enviaran el alma a la humanidad -que por cierto se cubrió de lenguaje, infinitos cantos y tal vez, digo yo, de amor. El mismo Cassirer insiste en una recreación de mitos originarios que bucean, por ejemplo, en la resolución de la pelea primitiva del zoroastrismo entre caos y orden en el instante en que ¡al fin! Ahura Mazda (Ormuz) recita la oración santa (Ahuna Vairya), o también, cuando un libro bosteza que “en el principio fue el verbo”.  

Las palabras pulverizan el silencio, lo fuerzan al ostracismo, se cuelan en el cuerpo y lo hacen hablar de mil maneras, restaurando el espanto, la condena o la siempre añorada juventud. 

Las palabras son cosa seria: hacen posible que lo dicho delimite territorios, cierre fronteras, admita intervenciones. No es casual que el origen, inconfesablemente mítico del lenguaje, se ligue a nuestras prácticas corales o literarias –tal vez las más obvias- sino también a aquellas que habilitan el espacio de la cura. La medicina, por ejemplo, como ese arte que le permite a Hipócrates entrar al espacio doméstico para desafiar la inopinada enfermedad. ¿Cómo? ¿Qué tienen que ver ungüentos, brebajes, sangrías y otras variantes menos elegantes con la palabra?

Un médico, supo decir Platón, desarrolla una tekné (técnica) para acelerar la cura. Pero esa técnica presupone una cierta actitud de cuidar: medeos parece remitir a gestos y palabras esto es, a un acto previo y más comprehensivo que la aplicación de un emplasto determinado.

Por su parte Susan Sontag recrea, a propósito de su propia enfermedad, la importancia del lenguaje y en particular, de las metáforas, para el tratamiento de los/as enfermos/as. Se ocupó del cáncer y de la tuberculosis: se refirió a la negación de mencionar a la primera enfermedad y por el contrario, a la superposición verborrágica de metáforas románticas en la segunda. Uno y otro recurso, por defecto o por exceso, marcan la fuerza del nombrar (o no) algo. El enmascaramiento desde el lenguaje traiciona, oculta, niega, refuerza, condena a los/as pacientes, tanto o más que cualquier pócima milagrosa. La enfermedad parece necesitar un desvelamiento: una suerte de vuelta a un lenguaje primitivo casi nulo que nos invite a mirarla de frente:

“La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar (Sontag, S. 2012: 2).

Detrás de las construcciones metafóricas, Sontag parece suponer que habría un espacio para el “diálogo” con la enfermedad desnuda. 

Voy a detenerme aquí y a dejar para otra ocasión las aporías a las que me han conducido las palabras (ya me ha quedado claro que soy de las que llevan cargas). Lo cierto es que el lado nocturno o diáfano de la vida es una disyunción precaria, sostenida por un lenguaje que pontifica diferencias donde solo hay medias tintas, espacios intermedios, cuerpos habitados por luces y sombras. Ni enfermos/as ni sanos/as: cuerpos iluminados por momentos, escondidos tras las sombras, por otros. Solo en la imaginación desbordada del lenguaje literario pueden existir aislados los extremos:


 “He observado que cuando revestía la apariencia de Edward Hyde, nadie podía acercarse a mí por primera vez sin un visible recelo físico. Esto, según pensé, era porque todos los seres humanos, tal como los vemos, son un compuesto del bien y del mal: y Edward Hyde, solo en las filas de la humanidad, era puro mal” (Stevenson, 2009:95).

De cerca, todos/as somos una mezcla hasta de ficción y realidad. De hecho esta introducción es parte de ese confuso mismo fango en el que estamos todos/as enredados.

Es 3 de diciembre y un día como hoy pero de 1833, nació en Cuba el médico Carlos Finlay. Un día como hoy, aunque en 1894, murió en Vailima Robert Louis Stevenson, a quien le debemos un científico-médico ficticio, el Dr. Jekyll. Mientras que el primero descubrió la importancia de los vectores biológicos a propósito de la transmisión de enfermedades, el segundo descubrió que solo en un retorcimiento literario hay dos donde solo hay uno. Por el primero celebramos hoy el Día del Médico/a, por el segundo recordamos hoy que las palabras curan, al menos, de fabulaciones extrañas donde existen estados absolutamente puros y otros, totalmente abominables. 

Somos parte de la enfermedad y también, parte de la cura. Sin canto originario al que remitirnos, me despido plena de aporías, invocando a la tierra de Finlay de la mano de Compay Segundo porque después de todo, ¿quién sabe si no nos curan un par de acordes y un buen chan chan?:

“De Alto Cedro voy para Marcané
    Luego a Cueto voy para Mayarí…”