(A modo de homenaje en tu cumpleaños, Julio)
1.Descubrimientos
A estas alturas ya es un lugar común aquello que dijera San Agustín a propósito del tiempo: sé perfectamente qué es, pero si me piden que explique de qué se trata, no sabría qué decir.
Es que el tiempo, sospecho, conforma la textura de lo humano. O lo humano se trenza en la hechura del tiempo. Lo buscamos, lo perdemos, lo soñamos, lo anhelamos. Particularmente, lo anhelamos. Junto con la muerte, el tiempo es la otra gran certeza de los/as efímeros/as. No hay forma de redirigir la flecha temporal, no hay vida que no se conciba hacia/desde/un final. Como cantara el soneto de Quevedo:
Ayer se fue; mañana no ha llegado;
Hoy se está yendo sin parar un punto.
Soy un fue; y un será, y un es cansado.
Próxima a la certeza, sostengo que alguna figuración sobre temporalidades nos tiene que haber asaltado mientras esperábamos en una estación (es indistinto si es una partida o una llegada: ambas anuncian y consuman el movimiento incesante de la arena en un reloj). Cierto sabor a injusticia vital nos tiene que haber llevado a pensar en esos imponderables “si pudiera volver el tiempo atrás…” Es que se me hace insólito no concebir un punto en que nuestras historias personales no nos revelen una elucubración sobre algo así como “oh tiempo, tus pirámides”.
En mi biografía literaria, el tiempo llegó de múltiples maneras. Sin embargo, creo que la expresión más cercana a la verdadera discusión sobre su significado -o sobre la ausencia de éste- llegó con Julio Cortázar:
“Todo el mundo sabe que la Tierra está separada de los otros astros por una cantidad variable de años luz. Lo que pocos saben (en realidad, solamente yo) es que Margarita está separada de mí por una cantidad considerable de años caracol. Al principio pensé que se trataba de años tortuga, pero he tenido que abandonar esa unidad de medida demasiado halagadora…
Tal vez los años luz son todos iguales, pero no los años caracol, y Osvaldo ha cesado de merecer mi confianza (…) Lo triste es que Margarita, sentada en su sillón de terciopelo rosa, me espera del otro lado de la ciudad. Si en vez de Osvaldo yo me hubiera servido de los años luz, ya tendríamos nietos; pero cuando se ama larga y dulcemente, cuando se quiere llegar al término de una paulatina esperanza, es lógico que se elijan los años caracol. Es tan difícil, después de todo, decidir cuáles son las ventajas y cuáles los inconvenientes de estas opciones” (“Lucas, sus largas marchas”).
El tiempo humano se cuenta en años caracol. Yo no tengo dudas. Esta medida del tiempo elegida, convencional, sospechada flexible a la vez que implacable, es todo lo que pueden recuperar las agujas de mis particularísimas horas. La sucesión de noches y días desarman la huella “argenta” que trepa tapiales, cruza avenidas, llega a los puertos, recorre ciudades…y llega a un sillón de terciopelo o hasta el chispeante olor a café de un bar. Toda historia puede ser narrada siguiendo el trayecto que se cuenta en años caracol.
2.Disputas
Lo de que el tiempo es cosa seria lo hemos aprendido a fuerza de perderlo. Ahora bien, hasta qué punto la cuestión relativa a su definición, a su forma de medirlo -o, incluso, cuál sea su ámbito de pertenencia-, es un territorio polémico, es asunto sobre el que vale la pena insistir.
Todo comenzó una tarde de verano en Grecia…o por ahí. Lo importante es que sobre el tiempo se ha dicho tanto que bien podríamos rastrear el caracol hasta allí y continuar señalando que, contemporáneamente a los malabares definicionales, se intentó cercar su problema apelando a otro: la cuestión de la medida.
Alexander Koyré cuenta en detalle su versión de la aparición de los instrumentos de medición del tiempo junto con las dificultades que le son inherentes. En sus términos, la tardía aparición de estas mediciones tiene mucho que ver con aquello que se intenta medir. Mientras que el espacio es algo que se nos ofrece, sostiene, como algo a medir, el tiempo, aun siendo no mensurable, “nunca se nos presenta más que como ya provisto de una medida natural, ya dividido en rebanadas por la sucesión de las estaciones y de los días (…) Rebanadas un poco gruesas, no hay duda. Y bastante mal definidas, imprecisas, de longitud desigual” (1994: 134 y ss.). Más adelante insistirá en que esa grosera distribución del tiempo se tornó más compleja con el surgimiento de una sociedad que hizo de la precisión algo necesario; a un pastor le bastan la caída del sol y su emergencia sobre el horizonte para pautar el tránsito de sus ovejas. Por ello es que, en el contexto del rítmico ora et labora, “La vida cotidiana -sostiene Koyré- se mueve en el aproximadamente del tiempo vivido”.
Así las cosas, en una sociedad cada vez más afectada por el virus de la exactitud, la física, la astronomía y otras disciplinas científicas, se abocaron a la tarea de dar con la medida precisa. Sin embargo, allende a los mares de la ciencia, persistía una pregunta fundamental: ¿qué es el tiempo más allá de lo medible? Buena parte de la tradición filosófica no dejó de obsesionarse con una pregunta que la cree humana a la vez que cosmológica.
Un punto de inflexión llegó en la década del 20 cuando dos grandes se dan cita en París, en la sociedad francesa de filosofía: Albert Einstein y Henri Bergson. El encuentro se dio en el marco de la CIC (Comisión Internacional para la Cooperación Internacional), un espacio precursor de la UNESCO y cuyo objetivo era constituirse como un paso previo al entendimiento de las naciones. Si los y las intelectuales pueden coincidir, ¿por qué no habrían de hacerlo las naciones? De alguna manera, la incomprensión entre los dos intelectuales citados fue uno de los tantos fracasos de Osvaldo en su intento por conquistar el patio de Margarita.
La discusión, decía, se menciona hoy como el inicio de las guerras de las ciencias; y si bien los detalles se abren a polémicas más amplias sobre política internacional, por ejemplo, apenas diremos algo en relación a la chispa que comenzó el fuego. Según relata Jimena Canales (2017), en el principio fue el prefacio del libro de Bergson Dureé et Simultanéité, donde el autor señala que se propone confrontar con la interpretación einsteiniana del tiempo. En el encuentro entre ambos, Bergson se predispone a escuchar a Einstein aclarando que no tiene nada que objetar a las teorías de la simultaneidad y de la relatividad. Aunque, “cuando admitimos que la teoría de la relatividad es una teoría física, ahí no termina todo”. Para darle un aire menos solemne podríamos decir que con esa declaración se fue todo al pasto. -No, de ninguna manera-, parece que dijo Einstein, -la filosofía no tiene nada para decir en relación al tiempo. Punto y coma, el que no es físico se embroma.
La disputa creció como fuego en pastizal, y Bergson pasó a la historia como el filósofo que fuera derrotado por Einstein. Por extensión, la filosofía quedó desplazada de la polémica sobre el tiempo. Buena parte de lo que constituye hasta el día de la fecha un descrédito del trabajo de Bergson al respecto se debe a una descontextualización del argumento sobre las paradojas de los gemelos. Para cuando Bergson quiso aclarar el punto, el tiempo había dejado de pertenecernos. La pregunta que seguiría haciéndose el filósofo francés es algo que avanza sobre las diferencias más allá de relojes cuánticos y otras maravillas de la ciencia moderna:
El punto anterior resulta crucial puesto que aquí el argumento bergsoniano se abraza con algunas discusiones en torno a lo que se denomina “ecuación personal”. Como sabrán, allá por 1790 el astrónomo Nevil Maskelyne y su asistente Kinnebroock, medían el tránsito de las estrellas en el observatorio de Greenwich. Sus observaciones diferían, habitualmente, en 0.1 segundo. Sin embargo, en un momento, las diferencias se hicieron más notorias. Maskelyne decidió que era tiempo de echar a su asistente, cosa que hizo ante la preocupación creciente de medidas disímiles. Diez años más tarde, Friedrich Bessel, astrónomo alemán, revisó ambas observaciones, las de Maskelyne y las de Kinnebroock. El resultado: ambos eran correctas. De este modo, concluyó, las diferencias no estaban en las cosas observadas sino en los tiempos de reacción en la observación de cada astrónomo/a. A partir de allí, Bessel se propuso reducir las diferencias entre observaciones bajo lo que denominó “ecuación personal”. Más adelante, en Leipzig, un tal Wundt reinterpretaba este modelo para trabajar sobre las funciones psicológicas perceptuales de los sujetos observados.
Si el argumento anterior presuponía una preocupación epistemológica para Bergson, el mismo argumento para Einstein bien resultaba ser un asunto de psicología. Entre ésta y la física quedaba cercado el territorio todo de la temporalidad. Nuestras vidas y su dirección inexorable hacia la extinción, son solo ilusiones. Y sobre la ilusión, no hay ciencia ni filosofía.
Por supuesto que aquí vuelvo a plantar bandera. Porque la vida humana no es una ilusión y qué cosa sea el tiempo (o cómo consensuar el tiempo de qué o de quiénes) en esto tan real de hueso y sangre, no me parece asunto ajeno a cualquier filosofía. Por el contrario, es en este instante que vuelvo a las preocupaciones de Julio y entonces comprendo que Bergson no hace más que recuperar el dilema de si se debe acaso elegir a Osvaldo o a la luz, para medir el tiempo de la existencia personal y colectiva.
*El título de esta entrada remite a la canción A million Miles Away, de Rory Gallagher (Irish Tour 1974).