Alucinación pictórica

Alucinación pictórica

1. Brieflezend meisje bij het venster (Mujer leyendo una carta, 1657, van der Meer)

Alucinación

Desde ese rincón de la casa se obtiene una bonita vista de Delft: allá el rojo de los ladrillos de los edificios del puerto, más acá, los tibios reflejos que el agua descorre ante la mirada. Son esos reflejos luminosos que ella observa los que hicieron decir alguna vez que Vermeer consumó el primer cuadro impresionista de la pintura europea.

Ella ve el mismo paisaje que otros/as presenciaremos con el correr de los siglos; solo que no percibe la técnica ni ve la perspectiva que dicen, servirá de inspiración a Mondrian andando el tiempo. Sus ojos absorben las letras desparramadas en la blanca carta mientras el pintor absorbe la luz primaveral que le hará disponer mejor los colores en su paleta.

Sabemos que no es invierno, las ropas de la joven atestiguan cierta calidez de las horas. Sabemos también que no puede ser invierno porque se necesita luz, mucha luz, para conjurar los azules y los dorados en esa paleta barroca que nos deja a las puertas de una femenina intimidad (Jelley, 2017:21). 

Ella no repara en los trazos sobre el lienzo que ejecuta ese hombre: sigue buscando otra excusa para no estar allí, para no regalar ese momento tan suyo, tan desgarradoramente suyo. Porque ya ha puesto cientos de pretextos: que los fuegos, que el mercado, que las flores, que la mendigada prórroga de las deudas de los señores de la casa que apenas tienen algo más que ella. La pobreza, se dice, no solo son monederos vacíos y hambre en las tripas, no. La pobreza es esa sensación de estar siempre en deuda y a disposición de ese señor que apura una banqueta para acomodarse frente a la tela. Pobreza es dar lo que ya no se tiene o peor, dar aquello que ni siquiera quiere poseerse. Ella lo sabe bien, pero no encuentra las palabras para exigirle a Vermeer que la deje calcinar la carta que sostienen sus pequeñas manos. No entiende qué placer oscuro, aunque delicioso, encuentra el pintor al suspenderla en ese limbo que todavía duele, que aún quema.

Él no puede no registrar ese momento que no es el momento original. Sabe que puede recuperar y replicar ese instante en que la vio lejos de los trastos de la cocina leyendo la pálida misiva. Se juega los pocos florines que tiene en su bolsa a que puede reconstruir el desgarrado paseo de los ojos de la joven por los márgenes esquivos de la carta.

Vermeer imagina un amor prohibido porque de esta forma adquiere sentido ese cupido exagerado que animosamente ha plantado sobre la pared del fondo. Imagina un amor prohibido, también, por puro prejuicio, porque una simple mujer de manos curtidas no llora por amor, no llega a conocerlo siquiera. Si la carta que aprendió a leer quién sabe cómo deforma la musculatura enrojecida de su rostro solo puede ser porque la han engañado, estúpidamente, graciosamente.

Ella no lo mira, se queda aturdida en ese momento en que aquel genuino amor le ha dejado claro sin trampas y sin florituras que la vida -y los vientos- lo han arrastrado hacia otros puertos, más allá de los límites de la ciudad que fuera testigo de los pasos de este Vermeer (que ahora se empeña en otra pincelada), del filósofo Spinoza y del padre de la microscopía moderna, Antony van Leeuwenhoek. La mujer se queda precipitando mil latidos incoherentes en ese instante en el que se dio cuenta que había conocido a un hombre justo en el minuto en que lo había perdido. Y eso es todo, se dice, y eso es todo dice el ceño desesperado que adivinamos en el cuadro.

Nunca sospechará que el pintor se ha convencido de haber desnudado su alma de la joven como si se tratase de un efecto inesperado de la imagen que le devuelve la cámara oscura. No sabe que él se equivoca, y ella se pierde en la ausencia que la ha extraviado para siempre entre las sombras de una casa de la que solo es un fantasma.

2. Brieflezend meisje bij het venster (Mujer leyendo una carta, 1657, van der Meer)

El cuadro

Corre el año 1742 y el rey polaco Augusto el Fuerte recibe una obra de valor incalculable: una pintura de Rembrandt. La pintura es magnífica, y nadie duda en atribuírsela al hijo del molinero. ¿Quién era, después de todo Vermeer, si no un perfecto desconocido? La factura de sus telas se parece a tantas otras hechuras de los pintores de la edad de oro neerlandesa. ¿Cómo no confundir los cuadros? ¿Cómo no darle crédito a quien ya tenía todos los galardones puestos y dispuestos?

«Finalmente, en la década de 1790, el más destacado marchante, crítico y conocedor de arte francés, Jean-Baptiste Pierre Le Brun, escribió: “Ese van der Meer, sobre quien los historiadores no han hablado, merece especial atención“.» (https://www.bbc.com/mundo/).

El cuadro atribuido a Rembrandt -la vista del puerto- había encontrado, por fin, a su autor que, de aquí en más, comenzó a despertar un interés inusitado. La técnica, la extraordinaria luz, los secretos arrancados a los momentos más cotidianos, simples, esos casi nada-casi todo que discurren en sus cuadros intimistas…Por no mencionar la presencia abrumadora de mujeres: en las 36 obras que sobrevivieron hay 43 féminas y tan solo 14 hombres retratados. Eso representa, según Jonatan Janson, cuatro veces más que la proporción hombres/mujeres en la pintura de la época.

Jean-Baptiste Pierre Le Brun no hizo más que encender una chispa. El historiador y crítico de arte Théophile Thoré, arrimó cuatro o cinco leños más a la hoguera, cuando comenzó a recorrer cuanta colección de arte existiera para dar con alguna otra obra del pintor de la “Vista de Delft”.

«En la Gemäldegalerie Alte Meister de Dresde (Galería de Pinturas de los Maestros Antiguos), la “Muchacha leyendo una carta” seguía inmutable…En 1859 Thoré había podido confirmar su hipótesis de que era una obra de Vermeer de Delft y que incluso estaba firmada» (ibid.).

Sin embargo, en este punto es preciso abandonar las peripecias del redescubrimiento de este pintor para concentrarnos en lo que, nobleza obliga, me trajo hasta aquí este jueves. No puedo negar que al cuadro del que hoy quería hablar y que me despertó esta alucinación pictórica, no tenía-hasta ayer nomás- parte de lo que lo hace todavía más extraordinario.
Resulta que quienes como yo observaban la pintura de la joven cerca de la ventana, podían percibir una sombra proyectada de lo que hubiera sido un lienzo colgado sobre la pared del fondo. ¿Acaso había pintado un cuadro dentro de otro el pintor conocido como la “Esfinge de Delft”?

En 1979, radiografía mediante, se supo que algo había sido pintado allí y borrado posteriormente: un cupido desnudo. Las razones de tal borradura eran un misterio: ¿se habría arrepentido Vermeer del resultado pictórico? Todo hacía pensar que sí, puesto que la tecnología dejaba traslucir otros intentos también descartados: una copa, una silla…

Sin embargo, la tachadura del dios del amor erótico y del deseo, supuso una vuelta de tuerca digna de Henry James.

«En 2017 empezó un proyecto de evaluación y restauración apoyado por un panel de expertos internacionales en el que se realizaron o reevaluaron rayos X, espectroscopias de reflectancia en el infrarrojo cercano y microscopias de la pintura al óleo (ibid.)».

Con lo que se encontraron quienes estaban a cargo de la restauración fue más que interesante. Entre otras cosas, dos capas de pintura bien diferenciadas y separadas entre sí por décadas de diferencia. Así las cosas, el cupido había sido borrado por alguien que no era Vermeer.

En 2018, la Staatliche Kunstsammlungen Dresden comenzó la tarea de descorrer, bisturí mediante, la capa que negaba el cuadro dentro del cuadro. Con el tiempo apareció el cupido con arco y flecha dándole fondo a la joven, a la ventana y a la carta. Y este trabajo de restauración no solo dejaba traslucir el cuadro casi en su forma original, sino que mostraba el “auténtico” contenido de la carta, objeto de debate durante tantísimos años.

Quedaba zanjada, finalmente, la cuestión sobre el contenido de la carta: había triunfado la idea de que la misma registraba un amor prohibido, aunque -dicen- sincero:

«Prohibido o permitido, es sincero, pues el dios del amor aparece pisando máscaras que yacen en el suelo, que representan el engaño y la hipocresía, un símbolo de que el amor verdadero los supera» (ibid.).

3. Final sin bisturí

Será que cada quien ve lo que puede ver o lo que quiere ver. Para el caso, da igual; nuestra transparencia no suele ser motivo de debate introspectivo. Decía, será que cada quien ve lo que alcanza a ver, por lo que se me antoja mi propia teoría acerca de la tachadura del dios deseante.

Quiero creer que al final del día alguna justicia opera equilibrando los tantos o que, en su defecto, dioses y diosas taciturnas juegan destinos caprichosos como el tiempo que hizo de un Vermeer un Rembrandt y de la vista de un puerto, la primera pintura impresionista europea.

Y si me asisten dioses o diosas, entonces es cierto que la joven persiguió en algún círculo infernal al desdichado pintor desde el mismo momento en que el diablo le chistó al oído que el contenido de su carta, la enviada por el hombre justo que la había despedido sin florituras, pero sin mentiras, contenía puro objeto anhelante de un amor prohibido.

Y tanta zozobra en el averno no hizo más que arrojar a la carne al pobre Vermeer que nació nuevamente, que aprendió el oficio por segunda vez y que encontró el momento adecuado para borrar con arte y con desdicha, el trabajado cuerpo del dios erótico.

Concibo justo el precio pagado por el eximio ladrón de momentos únicos.

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*La nota que transcribimos en parte, puede leerse en una publicación de septiembre de 2021 en: https://www.bbc.com/mundo/noticias-58401941
**En este link encontrarán el cuadro al que hacemos referencia y una pequeña visita a sus detalles más relevantes. https://artsandculture.google.com/story/cALSZJ86i2pMIQ?hl=es