Prometeo
El mito de Prometeo es bello y tortuoso a partes iguales. Es el mito humano por excelencia; después de todo, a este titán rebelde le debemos la humanidad. Se dice que no solo nos fue creando, sino que también nos protegió de dioses y diosas extraordinariamente virulentos. Nos dio el fuego, y con ello, la noche presenció la huida de algunos de sus monstruos y el surgimiento de alguna que otra magia a la luz de las hogueras que esboza sombras de cuerpos agradecidos. Prometeo participa de las fiestas, ríe con lo humano, anticipa nuestra evolución y educa: vienen con él las artes, todas y cada una. Gesta la tecnología que, desde el fuego en adelante, diseña el refugio de nuestras horas y de nuestros días.
En un punto de la historia de su enorme providencia, su danza titánica se trunca y lo hace por excesiva, por destrozar límites olímpicos, por amenazar, con la ofrenda del conocimiento, el poder del trono acariciado por Zeus. Ahí va Prometeo huyendo de la tentación de Pandora, ahí sigue Prometeo explicando la medida del tiempo, la domesticación del ganado, la forma de anticiparnos al futuro, todo, absolutamente todo aquello que seres divinos nos habían negado. Pero aquí va Zeus dispuesto a castigarlo: ata al pobre titán a una roca y un águila le come las entrañas, una vez, dos veces, infinitas veces. ¿Cómo hablarán los antiguos dioses? ¿Con qué elegancia o autoridad le habrá dicho al triste quía: “Para que aprendas, viejo, que no se puede andar dándolo todo sin consecuencias. Y te advierto, tu condena finaliza el día que alguien venga a poner el cuerpo por vos. Que así sea. Ah, y ojito que te estoy junando desde arriba”? El águila se ensaña o no. No sabemos si el águila sufre del tormento tanto como Prometeo. Eso se lo dejamos a Schopenhauer. Por lo pronto el titán con sus entrañas rotas, recibe, según algunos relatos, un cuerpo para su reemplazo pasadas treinta mil lunas. Aunque sabemos, nunca a ciencia cierta -pero sabemos-, que Heracles pasa por el lugar del sacrificio y mata de un flechazo al águila. Fin del tormento real, comienzo del tormento simbólico (las viejas cadenas son ahora un anillo que lleva el titán como recordatorio de su desobediencia). A partir de aquí, Prometeo es la humanidad y la humanidad ha devenido Prometeo. Un joven Marx repensará este punto para dar textura a la forma en que lo divino y lo humano se cruzan, se desmarcan, se dislocan (cfr. Hinkelammert, 2012).
Más allá de lo dicho, Prometeo sueña, cuando descansa lejos de la roca del agravio, en esa humanidad a la que le dio forma desde el mismísimo barro. Y cada ser traído a la luz celebra, con sus conquistas, el triunfo de ese amigo insospechado sobre los dioses y la muerte.
Prometeo es pura pasión, pura entrega desmedida e indómita, voluntad recalcitrante, tozudez de antología. Su sino trágico corre por las venas míticas de nuestra tradición. Con él, quién sabe, es posible que haya surgido la empatía o las neuronas espejos, que para el caso son la misma cosa. A ningún dios, titán, o semejantes, se le hubiera ocurrido dar todo de sí para una otredad tan pasional, desmedida y recalcitrante como aquella que le habita en sus entrañas destrozadas.
Namagiri
Sri Namagiri Lakshmi es una diosa hindú, esposa de Narashima, avatar del dios Vishnu. La raíz de su nombre significa “conocer y comprender tu objetivo”. Simboliza el autoconocimiento, la fortuna y la realización espiritual. Es representada bellamente, con un atuendo que demuestra plenitud, y que anticipa, con sus cuatro brazos, los principios de la filosofía hindú: kãma, dharma, moshka, artha.
Cualquier advocación de esta diosa, junto al equilibrio del deseo, la correcta relación con los dioses, la iluminación, la autorrealización, impide hacer asociación alguna con el dios-titán que nos regaló el fuego. No hay desmesura en sus rasgos, su interacción con lo humano pertenece cuanto mucho, al espacio onírico. “Me has pedido un hijo y te lo he dado. ¿Ahora le niegas cumplir con su objetivo de vida?” Así habla la diosa. Así le habló en sueños a la madre del genial Srinivasa Ramanujan quien, por esa aparición, fue habilitado a presentarse en Cambridge ante Godfrey Harold Hardy con su cuaderno de teoremas bajo el brazo.
Apreciado señor:
Me permito presentarme a usted como un oficinista del departamento de cuentas del Port Trust Office de Madrás con un salario de 20 libras anuales solamente. Tengo cerca de 23 años de edad. No he recibido educación universitaria, pero he seguido los cursos de la escuela ordinaria. Una vez dejada la escuela he empleado el tiempo libre de que disponía para trabajar en matemáticas. No he pasado por el proceso regular convencional que se sigue en un curso universitario, pero estoy siguiendo una trayectoria propia. He hecho un estudio detallado de las series divergentes en general y los resultados a que he llegado son calificados como “sorprendentes” por los matemáticos locales…
Yo querría pedirle que repasara los trabajos aquí incluidos. Si usted se convence de que hay alguna cosa de valor me gustaría publicar mis teoremas, ya que soy pobre. No he presentado los cálculos reales ni las expresiones que he adoptado, pero he indicado el proceso que sigo. Debido a mi poca experiencia tendría en gran estima cualquier consejo que usted me hiciera. Pido que me excuse por las molestias que ocasiono.
Quedo, apreciado señor, a su entera disposición.” (Carta de Ramanujan a Hardy. En López Pellicer, Rev.R.Acad.Cienc.Exact.Fís.Nat. (Esp)Vol. 107, Nº. 1-2, pp 43-54, 2014).
Después de observar las fórmulas, Hardy replicó sobre algunas de ellas: “Las fórmulas (1.10) a (1.13) son de nivel muy diferente, y obviamente difíciles y profundas. (1.10) a (1.12) me derrotaron completamente. Nunca había visto nada como ellas. Una simple mirada era suficiente para mostrar que solo podían haber sido escritas por un matemático de la categoría más alta. Debían ser ciertas, puesto que, si no lo fueran, nadie tendría la imaginación para inventarlas” (ibid.)
Esas fórmulas de una hermosura desconcertante -hablo por boca de matemáticos/as- resultaron ser inspiraciones de la diosa que atosigaba al genio por las noches. Muchas de ellas, incorrectas, siguen siendo un enigma. Por lo que sabemos, dioses y diosas hindúes son falibles, de modo que no hay que fiarse mucho de lo que nos cuentan antes de despuntar el alba. A pesar del rasgo imperfecto de los dichos de Namagiri, Ramanujan le dio al mundo un enorme número de teoremas sobre los que se continúa trabajando. Gran parte del problema con “los problemas” del genio es que éste carecía de sistema alguno; de hecho, su tutor no pudo enseñarle algo relevante sobre demostración en Matemáticas. Su escasa formación hacía de sus ecuaciones algo con sentido solo en el caso de que representase un pensamiento de dios, pero algo imposible de seguir o replicar producto de la falta de claridad y sistematicidad de lo intuido. La rapidez de sus cálculos era formidable: el universo de los números traducía el paraíso personal donde la mente de Ramanujan compartía el rayo desangelado de la diosa. Cuenta Hardy que llegó a visitarlo al hospital en el taxi número 1729 y le comentó a su discípulo enfermo: este número no es para nada interesante. Ramanujan replicó: “No, Hardy. No, Hardy. 1729 es un número extremadamente interesante. Es el número más pequeño que puede expresarse como suma de dos cubos de dos formas diferentes”. Así es, así fue, así será: 123 + 13 = 103 + 93 = 1729.
La historia continúa por no mucho tiempo más, el genio matemático cede a la tuberculosis y muere muy joven, apenas pasados sus 30 años.
Dadá o la muerte
Para la tradición griega, hay un posible símil de la diosa hindú. Se trata de una de las tantas musas que andan susurrando cosas a atentos/as mortales. Esa musa es Urania, la de la astronomía, a quien tácitamente se la reconoce musa de las ciencias exactas. Hay un contrapunto entre el desenfreno del dios-titán, y la calculada precisión de la musa que porta una bóveda celeste y un compás como atributos. Hay una marcada diferencia entre el costo de los dones de uno y otra. A Prometeo, la humanidad y sus artes, le cuesta el hígado; a la musa, no le cuesta nada legar las matemáticas.
Esto pensaba a propósito de la muerte y sus alrededores. En este tiempo de relevamiento estadístico permanente, los números y las proyecciones de la enfermedad, conducen, muchas veces, a un dadaísmo matemático. Es algo así como una sucesión sin sentido de curvas, ceros, muchos ceros. A quienes no nos susurra diosa alguna al oído, nos resulta dadaísta toda presentación de la muerte en términos numéricos. Superada cierta cifra (para cada quien cientos, miles, o docenas) ya se nos complica estimar algo significativamente. Es como si la muerte no se llevara bien con las matemáticas, o que ésta fuera incompatible con la vida. Entiéndaseme bien. Creo que esta sensación, convicción, adquisición creencial de último minuto tiene que ver con suponer que somos profundamente prometeicos/as. La vida y la muerte no se buscan en una campana de Gauss. Encontramos rostros, sí, pero en las manchas que deja la humedad en las paredes o en la forma de las nubes. Rostros, figuras antropomórficas, animales, no números. Se nos da bien esto de entender que la muerte es algo que le ocurre a alguien como nosotros/as. Porque ahí es cuando comprendemos lo cerca que podemos estar de caer en el silencio: “Luego vinieron por mí y no quedó nadie para hablar de mí” (Martin Niemöller, que no Brecht, chequeadísimo).
¿Y cómo termina esta narración dadaísta? ¿A qué viene este cuento de titanes y diosas? Porque hay que confesar que el espacio de esta introducción es limitado y que en algún momento se vuelve perentorio ensayar una conclusión. Aquí vamos.
Yo decía que tal vez tendríamos que insistir en empardar mejor nuestras jugadas. Si sabemos que la vena prometeica se nos vuelve carne prontamente, tendríamos que ponerle esfuerzo a la vena menos titánica, esto es: ¿cómo traducir, transmitir, comunicar, el efecto de los números en la vida y para la vida?, ¿cómo gestar una relación con las matemáticas que nos acerquen los problemas sin necesidad de que la vida se repliegue sobre los rostros conocidos? ¿cómo equilibrar, en definitiva, una empatía desaforada con un poco de control racional? No tengo la menor idea, pero algo de hígado y cerebro tiene que haber detrás de este cuento, para que podamos abrazar aquello que podemos ser sin caer en los extremos.
Prometeo te presento a Urania, Urania te presento a Prometeo.