La pereza de la razón (en ocasión del Día Mundial de la Filosofía)

La pereza de la razón (en ocasión del Día Mundial de la Filosofía)

El tercer jueves de noviembre se celebra el Día Mundial de la Filosofía. Parece que me toca escribir algo sobre lo que se supone, constituye mi lugar originario. El punto es que el origen no debería determinar destino alguno, así que tomo la posta como un gesto incendiario hacia lo que está más próximo y por lo mismo, resulta más opaco.

Así como cuando alguien pregunta qué cosa es el tiempo, Agustín de Hipona no puede responder (aunque en su fuero íntimo sabe exactamente la costura de las horas), una parte de quienes hacemos filosofía no tenemos el menor indicio sobre qué decir cuando nos increpan “-y vos, ¿qué hacés?”. Por lo general, o mejor, en particular, yo miro para otro lado, pido un taxi y ruego a la divinidad que me asista en caso de que la ocurrencia se repita. No porque no sepa qué decir. Al contrario, se me antojan mil respuestas de las cuales, para el/la interlocutor/a de turno, ni una le hace sentido. Porque, hay que decirlo, muchas veces, cuando alguien hace esa pregunta, no quiere una respuesta. Al menos no la respuesta que estaría yo dispuesta a dar: quiere algo expeditivo, veloz, somero, pequeñito, rápido, ya, basta, es mucho, te fuiste por las ramas, no sé para qué pregunté, ¡haber sabido!, nunca más digo nada, mejor vamos a ver un partido de bádminton…

Digamos que la filosofía es un estado inquietante de la psiquis humana. Y esa es una buena primera impresión para descorrer el velo de una actividad que oscila en el infinito espacio que media entre la pregunta y su/s posible/s respuesta/s. Y he aquí el primer obstáculo: ninguna medida humana contempla la infinitud, al menos no desde la carne. Otra cosa es que se conciban infinitos infinitos, que en cualquier caso vienen a ser un deleite de la mente que se sale de su eje cada vez que puede. Lo cierto es que la filosofía es ese estado mental donde la pregunta es desproporcionadamente más grande que la respuesta. ¿El mundo contiene el azar o el azar es el límite de nuestra ignorancia? ¿Serán nuestros actos habitantes dormidos del noûs de algún dios antiguo o solo productos efectivos de nuestro libre albedrío? ¿Será que pensar y transformar el mundo son una y la misma cosa? ¿Podrá ser nuestra mejor y única jugada transformarnos en padres de los piojos y abuelos de la nada?* No sé, les dejo la inquietud, a mí no me pregunten. Ya saben, pido un taxi y huyo.

Entre estado y obstáculo, la filosofía se dice de muchas maneras. La polisemia inicial que quiso ser condensada en la gestación mismo del vocablo, “aquí estamos quienes amamos la sabiduría, pero no la poseemos”, es la marca de una actividad que bien podría subordinar este gesto amoroso grandilocuente a la humildad de sus logros. Entiéndase bien, la filosofía nace con una pretensión absoluta sabiéndose incapaz de abrazar la totalidad. Es algo así como reconocerse abrumada por la enormidad del esfuerzo y, así las cosas, avanzar a través la oscuridad de todo lo que no se sabe, de todo lo que pertenece al soberanísimo reino de la ignorancia.

Probablemente en esta actitud de Sísifo tan recurrida por la literatura, se esconda el lado virtuoso de una tarea condenada a despeñarse una y otra vez. O visto desde las sombras, la virtud de la tarea es el intento endemoniado de contrarrestar el escandaloso avance de la ignorancia. Se preguntarán, ya que insisto sobre el punto, en qué consiste esa ignorancia que la práctica filosófica podría mantener a raya. No es la ignorancia sobre un tema, no, para eso están todas las ciencias que pueblan el horizonte de nuestras conquistas. Se trata, más bien, de la ignorancia desnuda, consuetudinaria, por momentos constitutiva de nuestra andadura por el tiempo. Esa que exige clausurar todos los debates, anular todas las posibilidades. Esa estrategia malhadada de andar por la vida confiados/as en que ya sabemos lo que tenemos que saber. Esa rigidez de las articulaciones mentales que impide que entendamos que, en la medida en que nos afianzamos arrogantemente en un terreno, cae la ciudadela y hordas de ignorancia nos pasan por encima.

Es probable que la filosofía condense parte de sus presunciones en estimar los daños que se siguen de, o bien creer algo a rajatablas sin atisbo alguno de duda, o, por el contrario, de mantener la puerta abierta para ir a jugar, arroz con leche mediante, con otras ideas, incluso opuestas. Es como si la filosofía respondiera a las demandas del neocórtex y se alejara, evolutivamente hablando, de nuestro pasado reptil.  Consideración que adoptaría, tan solo como recurso metafórico para seguir pensando, el discutido modelo de Paul MacLean (The Triune Brain in Evolution. Role in Paleocerebral Functions, 1990), que asocia el cerebro primitivo al reptiliano: aquél que inspira pares ordenados del tipo resisto o acepto, avanzo o retrocedo, deseo o rechazo.

Por supuesto que la filosofía no sería el único repliegue neocortesiano (¿?), sino que tendría alguna particularidad que nos inclina a cerrarnos en banda y proponer una defensa para una actividad tan sui generis.

Según la UNESCO -a quien le debemos esta celebración- los objetivos de proponer un día semejante son, entre otros: 

  • renovar el compromiso regional, subregional e internacional en favor de la filosofía;
  • alentar el análisis, la investigación y los estudios filosóficos sobre los grandes problemas contemporáneos para responder mejor a los desafíos con que se enfrenta hoy en día la humanidad;
  • sensibilizar a la opinión pública sobre la importancia de la filosofía y su utilización crítica en las elecciones que plantean a múltiples sociedades los efectos de la mundialización o la incorporación a la modernidad;
  • hacer un balance de la situación de la enseñanza de la filosofía en el mundo, insistiendo particularmente en las dificultades para su acceso;
  • subrayar la importancia de la generalización de la enseñanza filosófica para las generaciones futuras.

Objetivos cuya importancia hunde sus raíces en un presupuesto del organismo, a saber, que la filosofía es una tarea que aporta a la promoción de la democracia, de los derechos humanos, de la justicia, etc.

Y la apuesta es enorme, porque el presupuesto avanza sobre la consideración que la filosofía es, justamente, un saber sin supuestos; una actividad reflexiva que se vuelve sobre sí misma y es capaz de “contarse las costillas” (como dicen en los pagos) sin chistar. Una necesidad de no dar por buena cualquier respuesta, una inusitada propensión a pensar con otros/as, a compartir el territorio conquistado porque, como diría un viejo filósofo inglés, la verdad es el único objeto del deseo humano que no se quiere para uno/a mismo/a. La verdad (o, mejor dicho, la pretensión de verdad) es del orden de lo público: es el foro quien determina el destino de una idea, no el desalineado deseo solipsista de una mente sin anclaje en la alteridad.

Usted puede tener tantas verdades como quiera, pero si no tiene la capacidad de donarla, de ofrecerla, de comunicarla, hará bien en quedarse con eso que no dejará de ser más que una alucinación a mitad de la noche.

Hacemos bien en celebrar la filosofía. Son tiempos más bien oscuros y lo que menos necesitamos son fantasmas poblando la noche. Salir al ágora no está resultando sencillo, la razón hace tiempo que es indolente, como diría de Sousa Santos:  ensancha peligrosamente el futuro y contrae sospechosamente el presente.

Todavía hay mucho por hacer, mucho por discutir, mucha agua -y distinta- corriendo por debajo de los puentes. Dejemos la pereza para las lagartijas que mudan su piel al sol o para quien puede mirar para otro lado sin que le duela el mundo. Para el resto, para quienes se nos da por cuestionar hasta el último aliento, sigamos confiando en que más razón es más transformación.

Y como es obvio, todo lo dicho aquí, es tentativo.

**La frase es de un texto de Leopoldo Marechal, El banquete de Severo Arcángelo. Miguel Abuelo, líder de los Abuelos de la Nada, bautizó su banda rememorando ese pasaje.