Naturaleza de órdago

Naturaleza de órdago

1.Todo lo que no sé

Si tuviera que comenzar detallando todo aquello que no sé, es bastante obvio que necesitaría un par de vidas más solo para establecer un par de criterios mínimos de clasificación sobre lo que desconozco. Por ello, muy lejos del título grandilocuente del apartado, diré dos cosas cuyo conocimiento es menos que escaso y cuyo no saber me resulta molesto.

Podré no saber la clasificación de las harinas: si no fuera por el color del paquete de una marca reconocida, me daría igual la cantidad de ceros, la explicación irracional sobre sus usos, la habilidad leudante o el mismísimo demonio que hace que finalmente, yo no pueda consumirlas. Podré, incluso, no saber la diferencia entre “tire” y “empuje” y sentir una pulsión criminal cada vez que me encuentro frente a una puerta con carteles semejantes. Podré, tengo que admitirlo, desconocer los puntos cardinales y/o cualquier otra referencia que me haga llegar a un punto de la ciudad sin sentirme cuatro o cinco veces perdida por trayecto. Nada se compara, de todas formas, con el placer enorme de encontrarme en el lugar al que iba casi por arte de magia. Algo, por lo demás, que me reconcilia con el lado luminoso de la fuerza.

Les decía, entonces, que dos cuestiones me quitan la paz muy de vez en cuando. Pero que lo hacen, lo hacen. En cuanto a la primera -y esto no volverá a ser mencionado-, no recuerdo nunca las reglas del mus. Para alguien a quien le fluye por las venas algo de sangre vascongada es un tanto inadmisible. Eso y que no le guste el bacalao al pil pil o un buen pacharán. Así las cosas, lo del mus representa una suerte de alta traición a un origen que se pierde en la línea de los Aurelios que me precedieron.

Me encantaría explicarles el juego, pero como venía diciendo, apenas recuerdo un par de reglas. Dejo la inquietud con un fragmento sobre su lugar en el mundo de las barajas junto con otras: ¿cuánto del truco es prestado del mus? ¿cuánto de nuestra viveza criolla no es más que una muestra de las desagregadas herencias que nos habitan? Las respuestas a las preguntas, en cualquier momento; el fragmento en cuestión, aquí:

Muchas veces hemos oído que el mus es un juego de cartas de origen euskaldun. Podemos afirmar casi con toda seguridad que el mus procede de Euskal Herria ya que durante el siglo XVIII se jugaba en diversas localidades euskaldunes. Después, con los años, se fue extendiendo por el resto de la península.

Empecemos analizando la palabra “mus”, que procedería directamente de la palabra “musu” que en euskera quiere decir beso y también se podría relacionar con labios, cara, hocico, dejando entre ver que al mus se ha jugado siempre con muecas faciales.

Hay un texto de 1754 en el que Aita Larramendi hace referencias al mus y este es el texto con referencias más antiguas. Se mencionan frases como: “Es un juego de naipes muy entretenido propio de los vascongados, que comúnmente se juega entre cuatro y cada uno con cuatro cartas. Hay cuatro lances diferentes: andi, chiquia, parejac y jocoa”. Sin duda los lances del juego reflejan el tinte de su procedencia. “Grande, pequeña, parejas, Juego”.

Pero aun en el improbable caso de que el mus tuviera otro origen al euskaldun, nadie puede negar que el mérito de su difusión y expansión tuvo lugar desde Euskal Herria. El propio Miguel de Unamuno, escribió aquello de “el mus, juego de apuesta, procede, como la boina, del País Vasco, según lo acreditan las voces «amarreco» (decena) y «Hor dago» (ahí está)”. (https://mintzalagun.com)

2. ¿Cuánto mide una costa?

Si ya con el mus tengo suficiente para sentirme derrotada, no querría decirles cómo es que me siento cuando me aproximo, silbando bajito y como quien no quiera la cosa, al mundo de los fractales.

Sobre este segundo aspecto me gustaría mencionar algo. ¡Lástima que no tengo un platito de bacalao para amortiguar el golpe de tratar de desentrañar esta locura! Tópico, por otra parte, en la que he entrado solita y tan suelta de cuerpo que ya como que me resulta temerario. Sin embargo, me le animo en tanto “arian, arian, zehetzen da burnia” (forjando, forjando, se doblega el hierro).

En 1967, B.B. Mandelbrot publica un trabajo sobre la medición de las costas de Gran Bretaña (Science: 156, 1967, 636-638). Y dicho esto, comienza una interesante historia sobre cosas ideales y reales, porque mientras que las matemáticas recrean compulsivamente los aspectos perfectísimos de nuestras ensoñaciones, la naturaleza se empeña en darle cuerpo (im)perfecto a lo que experimentamos. Todas las nubes, cada hoja del helecho que habita en las sombras de tu jardín, aquellos corales cuya existencia se ve amenazada, los gélidos copos de nieve, las grietas que deja la sequía, etc., acusan una forma huidiza a la geometría euclideana y que fuera detectada/descubierta mientras alguien medía las costas de Gran Bretaña. Después de todo, dirá Mandelbrot: “Las nubes no son esferas, las montañas no son conos, las costas no son círculos y la corteza de los árboles no es lisa, ni los rayos viajan en línea recta”. En ese trabajo de campo del 67, les decía, Mandelbrot adelanta lo que será después la geometría fractal (ver Mandelbrot, 1977: The Fractal Geometry of Nature). En pocas palabras, las formas de la costa son ejemplos, señala el matemático, de curvas que tienen una propiedad tal que cada porción de la curva puede ser considerada una imagen a escala reducida del todo (o también, una misma forma se repite a escala gradualmente más pequeña de manera indefinida).

Creo que esta síntesis nos puede ayudar a comprender un poco más de qué se trata el gran descubrimiento de don Benoît:

“Un fractal es un conjunto matemático que puede gozar de autosimilitud a cualquier escala, su dimensión no es entera o si es entera no es un entero normal. El hecho que goce de autosimilitud significa que el objeto fractal no depende del observador para ser en sí, es decir, si tomamos algunos tipos de fractales podemos comprobar que al hacer un aumento doble el dibujo es exactamente igual a la inicial, si hacemos un aumento 1000 comprobaremos la misma característica, así pues, si hacemos un aumento n, el dibujo resulta igual luego las partes se parecen al todo.

Un conjunto u objeto es considerado fractal cuando su tamaño se hace arbitrariamente mayor a medida que la escala del instrumento de medida disminuye. 

Hay muchos objetos ordinarios que, debido a su estructura o comportamiento, son considerados fractales naturales, aunque no los reconozcamos. Las nubes, las montañas, las costas, los árboles y los ríos son fractales naturales, aunque finitos ergo no ideales; no así como los fractales matemáticos que gozan de infinidad y son ideales (Ros Sánchez, https://webs.um.es)”.

Antes de detenerme en algo que menciona quien describe los fractales en la cita anterior, es interesante recordar que la pesquisa inicial en las costas, el descubrimiento posterior de los fractales y los trabajos pioneros de Pierre Fatou y Gaston Maurice Julia, condujeron a Mandelbrot a explicar algo sobre lo que estaba investigando para IBM en el Thomas Watson Research Institute de Nueva York: la interferencia de ruido blanco en el sistema de telecomunicaciones con el que operaba.

“Siguiendo su instinto de interpretar los problemas en términos visuales, Mandelbrot analizó el gráfico que representaba la turbulencia generada por el ruido blanco y descubrió que, al margen de la escala del gráfico, los datos de un día, una hora o un segundo, tenían siempre el mismo patrón (…) Gracias al potencial de los ordenadores con los que trabajaba, Mandelbrot pudo replicar esta ecuación [la de iteración de funciones] infinitamente para obtener una de las imágenes más icónicas de la ciencia, el conjunto de Mandelbrot. Esta curiosa imagen, de aspecto orgánico e irregular, responde al principio matemático de autosimilitud de los fractales y es infinitamente ampliable: el patrón de los bordes se repite una y otra vez al profundizar en la imagen (https://www.bbvaopenmind.com/ciencia)”.

3. Lío de órdago

Esta expresión, usada hasta el hartazgo por quien escribe, deriva del mus (esa ausencia del conocimiento del que hablé antes) y refiere, en última instancia a un desorden fuera de lo común. Sencillamente porque órdago, en términos coloquiales, expresa algo excelente, muy bueno, en definitiva, extraordinario (RAE dixit). Expresión, por otra parte, que viene a cuento porque entre el conjunto de Mandelbrot y el envite a todo lo que falta, estoy en un lío de órdago.

Una de las cuestiones más complejas a la que remite la cuestión de los fractales tiene que ver con algo que dejé pendiente hace un instante. En una de las citas que sostienen este texto endeble, un comentador señala: “El hecho que goce de autosimilitud significa que el objeto fractal no depende del observador para ser en sí”. Esta sola frase es una invitación a una mesa redonda sobre el problema de medición en ciencia. Júntese alguien que explora las entrañas de la mecánica cuántica, alguien a quien le preocupa la metafísica, dos o tres saboteadores/as de supuestos varios y ya tenemos tema de conversación para varios eones. Si lo observado depende o no de la observación es un envite digno del mus. Como quiera que sea, yo dejo la inquietud, cuando no las ganas de seguir la discusión, porque para tanto no da el divague de jueves.

Me quedo con una inquietud más modesta, casi diría de entrecasa. Me voy a ver qué pasa en mi jardín con el helecho hembra (Athyrium filix-femina). Tal vez, quién sabe, de tanto verlo aprenda sobre fractales o me acuerde alguna regla sobre pares, chicas, grandes y otras delicias del juego.

Tengo por allí una partida pendiente que espero saldar alguna vez.

Agindua zorra, esan ohi da (lo prometido es deuda, suele decirse).

*Sobre las expresiones en euskera, espero que sean correctas. Cualquier error, corre por mi cuenta.

**La imagen es de Wikimedia.


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