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La muerte y las matemáticas
En este tiempo de relevamiento estadístico permanente, los números y las proyecciones de la enfermedad, conducen, muchas veces, a un dadaísmo matemático. Es algo así como una sucesión sin sentido de curvas, ceros, muchos ceros. A quienes no nos susurra diosa alguna al oído, nos resulta dadaísta toda presentación de la muerte en términos numéricos. Superada cierta cifra (para cada quien cientos, miles, o docenas) ya se nos complica estimar algo significativamente. Es como si la muerte no se llevara bien con las matemáticas, o que ésta fuera incompatible con la vida. Entiéndaseme bien. Creo que esta sensación, convicción, adquisición creencial de último minuto tiene que ver con suponer que somos profundamente prometeicos/as. La vida y la muerte no se buscan en una campana de Gauss. Encontramos rostros, sí, pero en las manchas que deja la humedad en las paredes o en la forma de las nubes. Rostros, figuras antropomórficas, animales, no números. Se nos da bien esto de entender que la muerte es algo que le ocurre a alguien como nosotros/as. Porque ahí es cuando comprendemos lo cerca que podemos estar de caer en el silencio: “Luego vinieron por mí y no quedó nadie para hablar de mí” (Martin Niemöller, que no Brecht, chequeadísimo).