I. Vajilla inv(f)ernal
No soy fanática de la sopa. En esto, y solo en esto, me parezco bastante a la indómita Mafalda. Pero la vajilla, bueno, ese es otro tema. Me puede la vajilla, confieso, a pesar de que suene como aguijón la voz del Indio recordándome “el lujo es vulgaridad, dijo, y me conquistó”.
La frivolidad viene a cuento porque todo resulta ocasión para aprender. Confío en que el reino de los cielos tiene un lugar reservado para aprendices de todología como yo. Es eso o…bueno, quién sabe, mientras tanto yo me dedico a la absorción vertiginosa de lo que llega a mis manos.
Y estaba con el tema de la sopera, sí, porque de eso se trata todo, de una sopera Made in Saar-Basin. La sopera cayó en mis manos hace no tantos años y, como siempre, me puse a mirar la base para averiguar la procedencia. No era francesa, inglesa o belga, por caso. Era de un lugar al que mi geografía mental no tenía acceso; como una advertencia de esas que rezan “Page Not Found”, mi mapamundi chocaba una y otra vez con un lugar que para mí era un no lugar. La ignorancia es enorme, me dije, y salí a buscar un territorio perdido.
No había que buscar tanto, el acertijo era de resolución más simple que la tabla del uno. No es nada romántica la exploración en estos tiempos de internet. A un click de distancia ya se despliegan las opciones que, a la primera de cambio, te hacen retroceder dos casilleros. Vamos a ver, que el territorio del cauce del Sarre no es ni fue un país: fue, entre otras cosas, un protectorado y actualmente, un estado federado alemán. En 200 años, parece, este lugar a orillas del río Sarre cambió de mano como siete veces (chequear, por favor, que mi memoria no es buena). Para entender algo más de distinciones terminológicas, un protectorado se hace cargo de alguna entidad que quiere y no puede ser estado soberano. Como que no le da el piné para tanto.
Una definición descriptiva del protectorado, que comprende un gran número de los supuestos que se han dado en la historia de las relaciones internacionales, sería la de una modalidad de administración de territorios en la que por medio de un tratado entre uno o varios estados protectores y un estado soberano o una entidad política que no alcanza a serlo por su escasa institucionalización y soberanía, como era un grupo tribal o un principado feudal, acuerda que aquél o aquéllos puedan ejercer su protección en diversa medida, en particular, en lo relativo a las relaciones exteriores, a la defensa militar y al mantenimiento del orden interno (Rodrigo Hernández, 2009).
La sopera de la historia resulta que se fabricó en un momento de cambio de mano, por los años en que la cuenca del río alemán (exactamente después de la Primera Guerra Mundial, bajo el auspicio del Tratado de Versalles), quedó en manos de la Liga de Naciones, -¡que no, que no es una franquicia de Marvel!-, entre los años 20 y 35. De hecho, el dibujo sobrio, parco, revela que fue pensada por los años en que colaboró con Villeroy & Boch, un arquitecto y diseñador industrial belga, Henry Van de Velde. Para quienes podemos nombrar cuatro miembros de la Bauhaus (Gropius, Meyer, van der Rohe, Kandinsky) como si fuera la delantera de la gloriosa maquinita de River (Labruna, Moreno, Lousteau, Pedernera), la hechura huele a Weimar por todas partes. (Modestia aparte, tuve que googlear a la Bauhaus para refrescar nombres, la delantera de River la llevo grabada a fuego. Cosas de la vida).
Después de la Segunda Guerra Mundial, y por orden de las Naciones Unidas, el territorio soperil quedó en manos de la Cuarta República quien lo tuvo bajo protección entre 1947 y 1956, cuando un plebiscito terminó con la pretensión francesa de llevarse consigo esta porción de tierra.
II. Entre caldos y caldeados
Más allá de la vajilla que tuve en suerte recuperar, lo cierto es que la historia de una porción de cerámica que, aproximándose el invierno, acompañará las cenas, me dejó a la puerta de dos o tres perplejidades neuronales.
Elijo una de ellas, por urgente y por lo mismo necesaria, que insiste en reponer, frente al escenario mundial de violencia cuyo arco de manifestaciones va desde las calles colombianas hasta la franja de Gaza, la escala humana de todas las luchas. Aunque esta reposición no sea más que una apelación al absurdo.
Un cartel, sostenido por una joven colombiana grita: “¿Qué cosecha un país que siembra cuerpos?”. En otra foto, la multitud despliega otro aullido velado: “Al otro lado del miedo está el país que soñamos”.
Del otro lado del mundo, pero no del miedo, una pequeña porción de tierra arranca del día a miles y miles. Entre Intifadas, despliegues militares varios, niños/as son arrancados de la Parca minutos antes de la víspera.
Los ánimos están caldeados, y ya es indistinguible -o no tiene importancia- el caldo del que están hechas nuestras conformaciones políticas actuales (y pretéritas, por supuesto): hay intereses económicos disfrazados de intereses ideológicos. ¿O era exactamente al revés? ¿O será que no hay disfraces finalmente, y que están nuestras miserias más desnudas que nunca? Los territorios y los beneficios se reparten como torta de cumpleaños y en el medio fluyen como si nada ríos de agua o ríos de sangre. Para el caso es lo mismo, se nos van deformando las ideas y la sensibilidad.
Ahí va el mundo, como siempre, batallando con sus demonios, y las Naciones Unidas se parecen cada vez más a un comic al que se le jubilaron los superhéroes.
La sopa se enfría en la sopera cuasi-Bauhaus, fabricada en un país que no lo fue, y me dejo llevar por la terrible fantasía de que tal vez muchas de nuestras luchas solo queden grabadas en la base de un objeto bonito de cerámica que despierte la frívola curiosidad de alguien en algún rincón del tiempo y del espacio.
Y nada más. Y nada más.