“La música se desvanece tan pronto como nace” (Leonardo)
El 15 de abril de 1452 llegaba al mundo, un mundo. En Anchiano, pequeño pueblo rural de Florencia, vio la luz Leonardo da Vinci. Toda presentación de este personaje es redundante. Su nombre huele a genialidad pero, fundamentalmente, resume la potencia de ser todo en uno.
Seguramente estas líneas repitan miles de otras que ya fueron dichas, olvidadas, otras vez dichas. Y sin embargo, me pueden las ganas de decir algo sobre este mundo dentro de otro mundo. En esas ganas me encontró el recuerdo de una biografía novelada del florentino que leí hace dos vidas atrás. El libro lo conservo en mi biblioteca: no alcanzó el tiempo para recuperar esos fragmentos que tamborilean en mis oídos cuando ensayo esta memoria. Lo cierto es que me fascinaba leer que Leonardo era invitado a la corte para interpretar sus obras en una lira da braccio (la lira de brazo), cuando yo esperaba, ingenuamente, que lo convocaran para apreciar su sfumato.
El lúcido inventor, ingeniero, y otros etcéteras, aprendió música de la mano de su mentor en la pintura: Verrocchio. Más tarde, continuaría su formación con Antonio Squarcialupi, quien fuera también profesor de Lorenzo el Magnífico.
La lira da braccio -que haría las delicias de los cortesanos y de las cortesanas-, es descrita como constando de un cuerpo plano, con un mástil muy ancho, sin trastes y con puente delgado. Siete cuerdas –cinco sobre el mástil y dos exteriores. “Las clavijas estaban dispuestas perpendicularmente y las cuerdas desaparecían tras el cruce de la cejilla. Las dos cuerdas externas quedaban sujetas por medio de clavijas laterales”. Estos rasgos comunes, sin embargo, convivían con la personalísima construcción del instrumento: se trataba de un objeto personal, único, de lujo. Tal vez, uno de los casos más célebres sea la lira construida por el propio Leonardo: le dio forma de cráneo de caballo y la construyó en plata (musicaantigua.com). Según parece, este material permitía que la armonía tuviese mayor timbre y una voz más sonora.
De adelante hacia atrás
Ahora, para quienes conocen de arte tanto como yo, les surgirá la pregunta sobre el porqué del reconocimiento de los/as contemporáneos/as de Leonardo a su música y no a su pintura. De hecho, si pensamos en la popularización actual de la figura del Vinci, es La Gioconda lo que nos viene a la mente cuando se lo nombra y no, por ejemplo, la viola organista. Este es uno de los tantos instrumentos que no llegó a fabricar pero del que quedaron planos. Esta rareza ha sido construida por el lutier y músico polaco, Slawomir Zubrzyck. “El instrumento se asemeja a un piano y se toca igual pero, en vez de golpear las cuerdas, el mecanismo interno las frota mediante unas ruedas dentadas que giran y producen un sonido como el de un violonchelo. El resultado de este mecanismo es una fantasmal fusión entre chelo y órgano” (musicaantigua.com).
La pregunta del párrafo anterior se contesta apelando a una clasificación antigua que divide las aguas de las tareas: las nobles y las impuras.
En el siglo xviii se estableció el concepto de bellas artes tal como las entendemos hoy en día. Un poco atrás en el tiempo, en el siglo xvi, la pintura, la arquitectura y la escultura, se acomodaban entre las artes liberales. ¿Dónde estaba escondido este triunvirato tiempo atrás?
Unos siglos antes (siglo ii), Galeno había formulado una taxonomía que dividía las artes entre aquellas que tenían un origen intelectual y aquellas otras de origen manual. Las primeras agotan la sumatoria del Trivium (gramática, dialéctica, retórica) y el Quadrivium (aritmética, geometría, astronomía, música). En la periferia de estas siete artes, Galeno les hizo un lugar a las llamadas artes vulgares: las ya citadas pintura, arquitectura y escultura, y a todas aquellas que reconocemos hoy como “artesanías”.
Justo, justo, a Leonardo se le dio por vivir en un contexto de cambio categorial. La música era parte del cuarteto que derivaba su potencia de la matemática y en ese sentido, era considerada digamos, digna. La magistral astucia de Leonardo hizo que su Tratado de la Pintura fuera, en parte, una defensa de la pintura como arte liberal en tanto ciencia.
Argumento general
“¿Quién es el que no prefiere perder el oído, el olfato y el tacto antes que la vista? Puesto que el que pierde la vista es como un hombre expulsado del mundo y ya no ve más nada; y su vida es hermana de la muerte” (Tratado de la pintura: 29).
El argumento pro ciencia es un poco extenso y tiene sutilezas harto interesantes. Presento nada más que el esquema general para acercarnos al pensamiento de Leonardo. La idea es, en principio, asociar las distintas artes a distintos sentidos: así, mientras que la música se liga al oído, la pintura, por supuesto, se ajusta a la vista. En segundo lugar, la práctica sensata de cualquier arte no puede prescindir de la teoría. En parte, esto presupone una reivindicación de la concepción euclideana de ciencia que permea el Tratado y que permite referir toda práctica a sus instancias previas que descansan en primeros principios indubitables (el punto, la línea, la recta, el plano). Detrás de la pintura hay tanto una teoría como un largo y detallado camino de observación. Una observación, por lo demás, que debe propiciar el acercamiento hacia las obras de la naturaleza. Y estas obras naturales son representadas en la pintura gracias a la recepción visual de aquéllas.
Mientras los sentidos son engañosos, para Leonardo, la vista es la que menos puede ser traicionada: distancias, medidas, planos, el espacio mismo, la geometría…toda la estructura matematizada del mundo se deja percibir bien por el ojo. Arránquenme los ojos como al filósofo que se mutiló para pensar mejor, dice da Vinci, y mi vida será hermana de la muerte.
Oposiciones
A instancias del argumento general, da Vinci ensaya una defensa de la pintura en función de una de las características de la buena ciencia. La mejor ciencia es la más comunicable, sentencia el florentino, y la pintura puede ser comprendida por todo el mundo sin mayor mediación.
Las palabras del bardo, mueren al nacer, como los sonidos provocados por el músico. El poeta podrá esgrimir para su defensa que si la pintura permite reflejar la naturaleza, lo que transmite su poesía también lo intenta. Da Vinci recoge el guante e insiste en señalar las oposiciones. La imitación del pintor recae sobre la obra de Dios; el poeta imita la experiencia de los hombres, que es a su vez, parte de una obra antecedente, y en ese sentido, el poeta copia lo copiado (es como el eco de otro eco). Entre ambos, el pintor y el poeta, aparece la armonía transmitida por la música que sí, que comprende la matemática subyacente a este mundo aunque aún así, aún así, no puede prometer la perdurabilidad de lo pintado. En ese instante eterno captado por los pinceles, el pintor compite hasta con el mismísimo Dios. Mientras la mujer de Francesco del Giocondo ha desaparecido definitivamente, la enigmática expresión de Mona Lisa pervive incólume tras un cristal en un museo.
El argumento pro ciencia se desvirtúa porque más allá de las proporciones, la perdurabilidad y la transmisibilidad de lo conocido, la última baza del florentino es: “aquel que se halle en la disyuntiva de escoger preferirá perder el oído, el olfato y el tacto, y no el sentido de la vista” (Tratado de la pintura: 55). En última instancia, la nobleza de los sentidos tal vez no se deba tanto a la divina proporción captada por uno u otro, sino el temor y el temblor que provoca la insinuación de la ceguera.
¿Qué hubiera pasado si hubiera compartido mundo con nosotros/as? Un mundo donde la música perdura después de haberle ganado la batalla al efímero instante en que el aire vibra entre las siete cuerdas de la lira. Un mundo donde conviven otras categorías en donde las artes ni siquiera son bellas. Un mundo que no quiere perder sentido alguno porque todos juntos, hacen sentido.
¿Qué hubiera pasado si mientras Leonardo “imitaba” las sombras de un paisaje toscano sonara en una radio salpicada de óleo otro Leonardo que frasea una canción escondida “a thousand kisses deep”?