Yo soy mientras nosotros somos (Ubuntu)

Yo soy mientras nosotros somos (Ubuntu)

Gran parte de lo mencionado aquí es deudora de las investigaciones sobre música afroargentina de Pablo Cirio.

Corcho quemado

Mi fracaso en la actuación fue iniciático. ¿A qué me refiero con esto? Que se veía venir, y más que verse a lo lejos, se vio en reiteradas ocasiones, en particular, en la primera. Creo que mis comienzos en las tablas fueron los siguientes: pongamos que tenía 3 años (no, no los tenía todavía, pero esa es otra historia) y sale acto del 25 de mayo en el jardín de infantes. Seguramente mis maestras confiaron en el poder disciplinador de aquellos años donde nada podía suceder que no fuera lo pautado. El caso es que aparecí en escena personificando a una negrita candombera, emperifollada con collares de colores y la ya clásica incorrección “pintale la cara con corcho quemado para figurar que es quien no es”. La hazaña danzante -porque la actuación requería que anduviera por allí bailando al ritmo de un candombe-, se detuvo en seco para ¿horror? de la organización del evento cuando una de mis compañeritas entró vendiendo “pastelitos calientes que queman los dientes”.  Me emocioné. Sin más. No hay que agregarle nada al patetismo, es decidor por sí solo. Comencé a aplaudir con una insistencia problemática porque, todo bien, ¿no?, pero, ¿negarme un pastel? ¡A mí! No sé cómo terminó el acto, del evento solo quedan un par de fotos que mejor perderlas que encontrarlas. Y la furia, por supuesto, porque esos pasteles no los vi ni en figuritas. Fin de esa historia, aunque no de mi fallido intento por consagrarme como actriz. Un año después vuelvo a escena, esta vez, como Caperucita Roja. Fracaso total. Algo pasó, yo solo recuerdo que muy por fuera del libreto, terminamos comiendo con el Lobo Feroz todo el contenido de la canasta en medio del escenario como si la vida se terminara ahí. Dos cosas quedan claras: me gusta comer bien, actúo pésimo.

Ahora bien, todo este fracaso actoral viene a introducir algo que solo después pude dimensionar: el caso del corcho quemado y nuestra inefable tendencia a la negación. Lo del corcho quemado viene de lejos. Al menos, lleva con nosotros/as desde que nos fuimos escondiendo la tercera raíz de la argentinidad. Un ocultamiento que se nos fue colando en cada 25 de mayo, de la mano de actos escolares con candombe incluido. Porque lo del corcho quemado no es un recurso estilístico: es un ejercicio de burla colectiva, desalmada, que hunde sus pasos en un desfile de “blancos” haciendo de “negros” por las calles porteñas allí, sobre el final del siglo xix. Aquel es un desfile que borra, con el gesto de caras tiznadas, unas cuantas páginas de la historia de un colectivo que es parte constitutiva de lo que llamamos patria. Se pierde, en el tono sepia de un tiempo, la identidad de los tamboreros y del candombe porteño. Para finales del 1800, las casi inexistentes manifestaciones públicas del candombe (carnaval y alguna fiesta religiosa) se encontraban prácticamente extintas. El candombe porteño, quedaba reducido a la intimidad ritual familiar donde la piel y el parche recuperaban, a la vez, la historia de una piel doliente y de un pueblo condenado al silencio.

Atrás quedaba, tal vez, el registro visual más antiguo de una manifestación festiva de este tipo de candombe: el óleo de Martín Boneo, “Candombe de la Nación Congo Aungunga”, donde se los ve a Juan Manuel de Rosas y a su familia disfrutando de un encuentro con los integrantes de esa nación (cfr.Cirio, 2007, “La música afroargentina a través de la documentación iconográfica”).

Polvo de arroz

En el trabajo iconográfico llevado adelante por el antropólogo Pablo Cirio -junto al aporte de otros teóricos, A.Alexander y H.Ratier-, las fotografías y daguerrotipos analizados (que cubren un periodo de tiempo que va desde 1847 a 1920), reproducen imágenes de un grupo social relegado, de escasos recursos que, empero, pudo pagar el costo prohibitivo del retrato. Hay diversas interpretaciones sobre el porqué de la enorme cantidad de fotografías de afrodescendientes en esas épocas (entre otras, el porcentaje considerable de población negra en nuestros lares). Sin embargo, hay un dato que me llama la atención en tanto opera como juego de espejos con los párrafos precedentes: la tonalidad de la piel de los retratados (en su gran mayoría, varones).


“El truco para aparecer lo más blanco posible (fotos 2 a la 5) no era sino mérito de los retoques fotográficos y de un cosmético casero aún hoy empleado para ocultar las imperfecciones de la piel, el polvo de arroz, que en ese entonces este tipo de individuos también empleaban para blanquear su rostro. Con todo, para aquellos observadores entendidos, algunos dejaron filtrar pistas sobre su abolengo afro. El pendiente que se observa en el lóbulo de la oreja derecha del coronel Barcala (foto 4) constituye la prueba inequívoca de su pertenencia afro, pues el uso de un sólo aro era, en esa época, propio de los negros.

Retomando el análisis de conjunto, esta búsqueda de perpetuación alla blanca es funcional al mirar aprobatorio europeo. Esa mirada de la sociedad dominante argentina de entonces, ponderaba todo esfuerzo de acercamiento de los Otros culturales que reforzara su imaginario social blancocentrista.” (Cirio, 2007:133).

No hay mucho para agregar después de dejar expuestos los distintos maquillajes. El corcho quemado no pretende acercamiento alguno. Muy por el contrario, señala la marca de la distancia entre un nosotros construido a fuerza de negación y la de un otro que ni siquiera es otro como tal. El corcho refuerza la humillación por la risa. El polvo de arroz, usado en otros tiempos para tapar las marcas de una enfermedad vergonzante (la sífilis) es aquí implementada para tapar otro rasgo. Doloroso, aunque imposible de disimular bajo eufemismo alguno. La estrategia del arroz es de acercamiento para dejar de ser otro: entre distanciamientos y acercamientos, la inequidad enciende hogueras de olvidos.

Género musical o género social

El candombe porteño tiene sus peculiaridades. El hecho de haberse ridiculizado su sonar y sus movimientos hace difícil rastrear muchas de sus características propias. Apenas quedan registros de los instrumentos utilizados. Sabemos, por ejemplo, que sus tambores eran, en su mayoría, de filiación bantú: lo cual nos permite acceder al linaje cultural de los descendientes de esclavos coloniales de Buenos Aires.

Según Cirio, este candombe propio de nuestras tierras admite el canto y no solo la ejecución de un golpe sobre el parche. El hecho de tocarlo con las manos hace que el volumen del golpe sea menor y permita el canto que une lenguas: el español con otras africanas. De hecho, corrijamos algo: al tambor no se lo golpea, porque es uno con la piel. Se lo hace hablar acariciando en él el pasado evocado:

“Entonces, el candombe porteño es un género musical pero también es un género social, porque ellos construyen su identidad a través de él. No es que son afroargentinos y por eso hacen candombe. El candombe es historia y les va enseñando a ellos a ser afroargentinos. Las letras del candombe cuentan su historia. Es un juego de palabras entre contar la historia, que es lo que hacemos los investigadores, y cantar la historia. Entonces se juega con eso: cantamos la historia, a través de las letras de los candombes para contar qué pasó aquí con la esclavitud” (Entrevista a Cirio).

Ese pasado evocado tiene más de sufrimiento que de gloria, pero, aun así, se resiste a ser solo pasado. No es verdad que la población afrodescendiente desapareciera tras su brutal disminución a causa de la fiebre amarilla o de las guerras de la independencia. Ese destino fue proyectado, mas no realizado. Eso sí, ya sabemos muy bien el peso de lo simbólico sobre la materialidad de la existencia. Como sabemos, también, de las múltiples maneras en que lo reprimido vuelve para hostigar el presente con la urgencia del reconocimiento.

Eso reprimido viene en nuestro auxilio porque, como decimos en el título, para construir un yo, se vuelve imprescindible un nosotros/as. Es por ello, también, que deviene necesario reponer una pieza faltante de nuestra identidad fragmentada. Después de todo, es probable que la filosofía Ubuntu se deje contener, a primera vista, en esta concepción colectiva que refuerza al individuo solo porque es parte de algo más grande. No podemos sabernos, comprendernos bien, sino sumamos al mar las aguas de todos sus ríos.

Por mi parte, aprovecho fecha patria para agradecer al yo nuestro de cada día que se le anima a un nosotros/as que no estaba en los planes de quienes pensaron una identidad negacionista. La niña que no sabía que era parte de una burla premeditada, agradece a este presente que deja el maquillaje para quien no sabe qué hacer con el corcho y el arroz.


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