Ciberleyes: se viene la singularidad, se viene

Ciberleyes: se viene la singularidad, se viene

Esto de conversar con las generaciones más jóvenes es una ventaja evolutiva interesante. Si algo bueno tiene la práctica docente es que acierta en flexibilizar el oído para que esté atento y no se pierda de las últimas noticias del mundo que nos rodea y que se parece cada vez menos al mundo que nos rodeara ayer nomás.

Sin esa flexibilidad, estaríamos ausentes de una red que crece (in)sospechadamente y que nos abraza sin que advirtamos el abrazo del tamaño de un exabyte o, según arriesgan algunos/as, de un yottabyte (cuyo nombre hace repeler cualquier abrazo, aunque más no sea teórico).

También es cierto, y esta es otra posibilidad más distópica, si cabe, a la incultura techie, de que ya estemos inmersos/as en la singularidad tecnológica que, para quien no lo sabe, se trata de ese momento en que la humanidad -mejor, su inteligencia- habrá sido superada por las máquinas. Según Ray Kurzweil, la singularidad es aquel “periodo futuro durante el cual el ritmo de cambio tecnológico será tan rápido, su impacto tan profundo, que la vida humana se transformará de manera irreversible” (citado por Kukso, 2013: 224). El punto es que ese momento futuro que otro profeta -Vernon Vinge- vaticinó para el 2030 allá por 1993, está a la vuelta de la esquina. Y ahí, no sé, estamos en un problema. En ocho añitos, siguiendo los pronósticos de estos gurúes de lo posthumano, estaremos festejando el nacimiento de máquinas hechas por máquinas al que asistiremos sin regalo, excepto un par de neuronas de silicio jugando al “ni si ni no ni blanco ni negro”. Complejo, sin dudas. Evitable, tal vez.

Pero a lo que iba, aún cuando no se conviertan en seres (¿?) más inteligentes que nosotros/as, lo cierto es que el funcionamiento de las máquinas y el mundo que habitan, redes, ciberespacio, y un montón de etcéteras, nos resulta extraño. En algún sentido, ese territorio nos es ajeno siendo que se trata del territorio por el que desplazamos buena parte de nuestras vidas cotidianas. Es como una naturaleza añadida a nuestra piel que rige horas y días; que administra afanes, intereses, economías.  En su funcionamiento está presupuesto el hecho de que no entendamos su funcionamiento. Porque, así las cosas, cuando menos sepamos de lo que ocurre en las entrañas de sus conexiones, más fácil resulta andar distraídos/as por ahí pensando que pensamos.

Por supuesto, lo anterior es una mirada pesimista sobre el asunto. Digamos que a mí me cuesta nada ese tipo de miradas. Y después de esta confesión de parte y relevo de pruebas, sigo por donde tendría que haber continuado.

Más allá de miradas tecnopesimistas o tecnooptimistas, lo cierto es que la singularidad podría estar al arribo y yo acá, sin entender ni una de las leyes que gobiernan el ciber-mundo. Porque la conversación que flexibiliza oídos tenía que ver con esta cuestión, con la idea de que en la red operan leyes, una más extraña que la otra.

Pongámonos de acuerdo, las leyes de las que les hablo no son del tipo de leyes que le atribuimos a las ciencias. No es preciso pensarlas como aquellos enunciados que expresan una regularidad cimentada, según algunos/as, en la existencia de una necesidad inherente al mundo. Se trata más bien, de leyes informales, lo cual no impide que su ocurrencia sea lo bastante frecuente como para despertar el rótulo nómico por estos lares.

Dos fueron las que más me llamaron la atención. Una de ellas, la Ley de Cunningham, esa que dice:

“La mejor manera de conseguir una respuesta correcta en la red, no es haciendo la pregunta sino publicando una respuesta equivocada”.

No sé por qué, pero inmediatamente pensé en aquellos versos de Lope de Vega: Es mi vida un infierno/con el viento a tu favor…Como si la red tuviera siempre el viento a favor y no hubiera manera de domesticar su incivilizada manía de ponernos las cosas cada vez más difíciles.

La otra que me llamó la atención y me trajo la misma sensación de escalofríos de las profecías sobre la muerte de la humanidad es la Ley de Poe:

“Sin un emoticón u otra muestra obvia de humor, es absolutamente imposible parodiar una idea sin que haya alguien que la confunda con una opinión genuina”.

Porque acá la cosa se pone seria. Una cosa es jugar a confundir a la red, otra, muy distinta es reconocer que tenemos un serio problema criterial: ¿qué cosas aceptamos como ciertas? ¿cómo podemos, siquiera, manejar el volumen y la calidad de información que va desde el cultivo de suculentas a la sombra a la construcción de un GPS para orientarnos exitosamente por la ruta que va de Ío a Ganímedes? La Ley de Poe es contundente:

“Efectiva y desafortunadamente, es difícil distinguir el extremismo de la sátira del extremismo en internet a menos que el autor indique claramente su intención, dados los extremos a los que puede llegar el extremismo.

Como explicó el Diccionario Urbano en 2006, «No importa cuán bizarra, indignante o simplemente estúpida parezca una parodia de un fundamentalista, siempre habrá alguien que no entenderá que es una parodia, habiendo visto ideas similares expresadas seriamente por verdaderos fundamentalistas religiosos/políticos».

El corolario principal de la ley de Poe se refiere al fenómeno opuesto, según el cual lo que dice un fundamentalista suena tan increíble que la gente asume que es una broma.

Según el diccionario urbano: «Es imposible hacer un acto de fundamentalismo que alguien no confunda con una parodia».

Terraplanistas, a su juego han sido llamados/as. Porque a menos que oficie un emoticono como antesala de los decires, que la tierra sea plana está al mismo nivel que la concepción hindú que la piensa como un plato sostenido por tortugas y elefantes o tiene el mismo valor que la recién inventada teoría que hace de la tierra la flor naranja de una suculenta criada a la sombra. Pero lo que es peor, todas esas hipótesis juntas tienen el mismo peso que sostener que la Tierra tiene la forma de esferoide oblato. Y esto no es cualquier cosa, porque si bien las leyes no son necesidades físicas al menos, como dijimos, tienen una ocurrencia significativa (dicho esto a la manera de la red, sin ninguna apoyatura estadística ni de ningún tipo). De ser así entonces, la ley de Poe se complementa peligrosamente con la ley de Pommer:

“La opinión de una persona puede cambiar en base a información que lee en internet. La naturaleza del cambio será: de no tener opinión a tener la opinión equivocada”.

En ese caso, el despiplume es del tamaño de cuatro Maracanás y ya no hay quién nos salve.  No sé si llegarán a reemplazarnos las máquinas, pero que estamos llegando más necios/as a ese momento, créanme, no tengo certezas, pero tampoco dudas.

Ahí afuera/adentro, se agolpan otras leyes, la de Godwin y su reductio ad Hitlerum (“A medida que una discusión online se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a 1”), la de Danth (“Si una persona tiene que insistir en la red que ha ganado una discusión, es probable que esa persona haya perdido el debate”), y otras más que son deliciosos productos del descalabro rederil.

Pero como todo tiene un final, todo termina, a modo de cierre, digo, no puedo dejar de compartir con ustedes la ley de Skitt: “Cualquier publicación que corrija un error en otra publicación contendrá al menos un error”.

Según los dichos, esta ley es un guiño para los/as correctores/as compulsivos/as.

He hecho de esta introducción un caso que se subsume bajo Skitt: ojalá encuentren el error (o los errores), para despuntar el vicio de ver los fallos o el vaso medio vacío antes que las máquinas se apiolen y nos quiten hasta el placer de jugar.


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