Encarnizada reina

Encarnizada reina

Como gotas de lluvias sobre la ventana, me sigue el poema con su cadencia perfecta:

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada

reina, torre directa y peón ladino

sobre lo negro y blanco del camino

buscan y libran su batalla armada…

Siempre tengo presentes las adjetivaciones borgeanas contenidas en el exquisito “Ajedrez”. Porque sí, porque tienen de todo menos de antojadizas. La reina no puede ser más que encarnizada; el peón, nunca menos que ladino.

Sin embargo, también es cierto que hay que encontrarle la vuelta a lo de encarnizada y a lo de ladino. Porque, sin mediar mayores disquisiciones, podrían comprenderse ambos adjetivos de maneras poco felices. Lo cual no hace más que dar fe de la forma en que las palabras adquieren ropajes dispares a medida que el habla las pone en uso en diferentes tiempos y contextos.

Lo de ladino sabemos que tiene un uso despectivo que nos acompaña hasta el día de la fecha, solo que ya no contiene las asociaciones particularísimas que le dieron origen como señalamiento racista. De hecho, no es casual que aparezca mencionado en el Inventario General de Insultos, texto donde Pancracio Celdrán Gomáriz explica las derivaciones (y desviaciones) del término a lo largo de su historia. Por él sabemos que la palabra ladino refiere a alguien

…Taimado, astuto y disimulado; persona muy sagaz que normalmente se vale de todas las artes, buenas y malas, para salirse con la suya y alzarse con su propósito; hoy se usa en su lugar el término maniobrero. Larra, (primer tercio del siglo XIX), escribe: “La reina es ladina, y aunque no está de su esposo enamorada, como se supone, sábele mal dosis tan cargada de celos…”. En cuanto a su etimología, procede de “latino”, referido a las lenguas romances, como el castellano. Salvo esa particularidad, el término ha experimentado a lo largo de su historia pocos cambios semánticos. Su uso original, a finales del siglo XIII, fue el de astuto y avisado, aunque sin carácter peyorativo. En la Crónica General de España, del siglo citado, su anónimo autor dice de cierto caballero musulmán: “Moro tan ladino que semejava christiano”. Su acepción moderna, como sinónimo de persona sagaz y astuta se da en el siglo XVI (1995: 139-140).

La evolución ingrata del término se produjo por el desplazamiento geográfico forzado allá por el siglo XV de moros y judíos. Quienes fueron expulsados de lo que hoy es España, llevaban consigo una lengua muy diferente a las no latinas que se hablaban en aquellos lugares que constituyeron su punto de llegada: Grecia, norte de África, Turquía. Esa lengua no era otra que el ladino que, como vimos, significa “latino”.

Al desplazamiento geográfico le correspondió otro lingüístico, y de la astucia se pasó a la desconfianza con esa celeridad que solo tienen las cosas malhadadas (por utilizar una expresión que disfraza pobremente el infortunio de quienes fueran desterrados/as).

Con el tiempo, el término “ladino” parece haberse recostado sobre su pasado de argucias varias y métodos no siempre santos, con los que moros, cristianos o paganos, arremeten en el mundo. De este modo, entiendo que podría quedar despejado el sentido borgeano del peón ladino en términos, simplemente, de cierto disimulo en ese andar comiendo de costado así, como quien no quiere la cosa, y armado tan solo de astucia. ¿Qué otra cosa podría cargar consigo el ser más expuesto del tablero?

Lo de tenue rey me parece, sin más, una delicia idiomática: el débil y delicado rey. O también, en otra acepción de la RAE, el rey insustancial (me tomé mis permisos, aviso. Porque la segunda acepción dice: de poca substancia, valor o importancia). La delgada (in)substancia de un rey débil no es otra cosa que una descripción de un estado de cosas: el poder verdadero de los reyes asediados por todos los flancos, de todas maneras.

Lo de la torre directa es otra delicadeza de Borges: pero esta vez por lo obvio, llano, claro y distinto de su adjetivación. Lo mismo cabe decir sobre lo sesgado del alfil, esto es, aquello de que está situado oblicuamente. Y así corre, torcido, como esquivando el viento de frente, ahorrándose metros como si el alfil fuera platense y se le hubiera hecho carne esto de andar por las diagonales.

¿Y la reina?

Por supuesto, tenía que decir algo sobre la reina, ya lo estaba olvidando. De todas formas, este texto quería reafirmar algo que alguna vez había leído y no sabía dónde, cómo o cuándo.

Esta es la historia de la reina que, como pieza, fuera incorporada tardíamente en el juego del ajedrez y – ¡oh, casualidad! – es la historia de la reina que, con sus acciones de gobierno, diera origen a la peor versión del término ladino.

Allá vamos.

El ajedrez es un juego de estrategia militar derivado de otro, a saber, el chaturanga,

cuyo nombre significa “cuatro divisiones” en referencia a las cuatro piezas que simbolizan las unidades del ejército indio. Estas son las más antiguas del juego y corresponden a los actuales peones (para la infantería), caballos (caballería), alfiles (elefantes) y torres (carros) de la versión moderna del juego.

Actualmente, las piezas estándar u ortodoxas del ajedrez son seis: el peón, la torre, el alfil, el caballo, la reina o dama y el rey. Otros juegos de la misma familia contienen piezas que refieren a la tradición militar de cada lugar (hay cañones en el xiangqi y lanceros en el shogi).

En el viejo chaturanga, no existía ninguna reina y tampoco una pieza que se asemejara en sus movimientos. Lo más parecido a la reina era el puesto que ocupara al lado del rey el ministro o consejero, cuyo movimiento era diagonal y cuyo avance consistía en un casillero por vez. La infantería se comportaba muy semejante a los actuales peones, mientras que la caballería andaba a los saltos antes y ahora.

Para el siglo X, este juego estaba esparcido por vastas regiones del mundo conocido. El nombre por el que lo conocemos hoy es una deformación de la denominación que le dieran los moros del norte de África: shatranj, shaṭerej; y de allí, acedrex, axedrez o ajedrez.  

Dicen que para el 990, el ministro había pasado ya a identificarse con la reina por el mero hecho de que ésta siempre estaba sentada junto al rey. Aunque la historia también dice que la reina no apareció hasta que se cambiaron las reglas del juego por las actuales: aproximadamente hacia 1490 y tantos. O al revés, que las reglas del juego cambiaron porque hubo una reina que se quejó por el triste papel que una pieza de análoga investidura tenía sobre tablas.

Este es el chisme que transmitieron bardos y trovadores a propósito de la presentación que del juego le hicieran a Isabel I de Castilla quien, como dijimos, ofendida por la escasez de movimientos de su par de marfil, pidió la nulidad de esas reglas y de cuantas hubiera.

Comentan también que, copiando los andares de Isabel por el nuevo mundo que abría la Corona a cruz y sangre, la reina del ajedrez se hizo con poderes plenipotenciarios en su hogar cuadriculado.

Encarnizada reina, encarnizada. Allí, donde el sol se esconde y la luna se atreve, quema, desplaza, arrasa, arrastra.

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El encarnizamiento de la reina es tal que, en ocasiones, su sacrificio permite poner en jaque todo un reino.

Hay partidas memorables donde este ha sido el caso. Les comparto un enlace donde se representa la partida de la ópera:

https://www.chess.com/es/blog/Marcos_Mx/la-partida-de-la-opera

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Fuentes consultadas:

https://historia.nationalgeographic.com.es/a/historia-ajedrez-juego-milenario_15981

https://www.crehana.com/blog/estilo-vida/reina-en-el-ajedrez/


2 respuestas a “Encarnizada reina”

  1. Efectivamente, aunque queda devastado el reino blanco, eliminar la dama evita daños adicionales y es positivo: permite ganar el juego. Y comenzar otra partida.
    Hermosa analogía!
    Gracias, Dra. Di Berardino

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