Nefelibata. Realidades, virtualidades y la suma de los sueños

Nefelibata. Realidades, virtualidades y la suma de los sueños

Esta introducción se produjo por pulsos o por partes: como una marioneta lingüística que debe su articulación al oficio torpe de una titiritera algo más torpe, si cabe.

Todo comenzó con un encuentro. Y un poema olvidado. Y después quedó allí, arrumbado entre las sombras de otras maderas que bien podrían servir para fabricar otros muñequitos que entran a la sala a declamar que el rey está desnudo o que el sapo, finalmente, es un príncipe caído en desgracia que quedará así por toda una eternidad. Porque, digamos, yo no me trago el sapo, digo, no me creo, que pueda andar gente por ahí besando sapos por más promesa principesca que asome en el pantano. O sí. Bueno, ahora que lo pienso, si no fuera por esta tendencia de andar de pifie en pifie en el zoológico, casi casi que no hubiera surgido ni la psicología.

Pero a lo que iba, resulta que, entre tanto barullo, la introducción original quedó en nada; perdí un par de anotaciones que eran toda una joya de alta literatura y bueno, nada, qué sé yo (y otras incontables muletillas del lenguaje coloquial).

Ahí me dije: -“Esto me pasa por andar por las nubes”. Algo, por lo demás, que constituye parte de mi acervo cotidiano, de mi ADN, de mi música de fondo. Y que me salva, por supuesto, del pantano, de los sapos, de algunos pifies… y que me lleva de cabeza a otros tantos furcios más etéreos, aunque furcios al fin. –“No importa”, me dije. –“Un resbalón no es caída”. Además, ¡qué lujo! Resulta que para este estado que puede ser descrito como un “a punto de chocarme con un par de teros que vuelan despistando la locación del nido”, existe una palabra hermosa para describir mi ausencia absoluta de tierra firme:

“Nefelibata: ‘dicho de una persona: soñadora, que anda por las nubes’

Nefelibata tiene una formación culta del griego νεφέλη nephélē ‘nube’ y –βάτηςbátēs ‘que anda’, y este derivado de βαίνειν baínein ‘andar’. Desde 1984 tiene una entrada en la vigésima edición del Diccionario de la lengua española, con el significado de ‘dícese del soñador, del que anda por las nubes’. En los corpus de la RAE, existe un fichero para nefelibata, término empleado por el poeta Rubén Darío en la obra El canto errante (1907): «Por eso los astutos, los listos dicen que no conozco el valor del dinero. ¡Lo sé! Que ando, nefelibata, por las nubes»” (y la referencia se las debo, porque esta es una de mis maderas truncas).

Es que los sueños se parecen a las ilusiones, o las ilusiones no son más que la clase de sueños que componen la vigilia. Entonces recordé que en algún lugar había leído sobre la Dama de Shalott, esa que espera a Lancelot en su torre, y que Pablo Capanna conjura para dar cuenta no del amor fallido y sus menesundas, sino de la relación entre sus espejos, reflejos y otros artilugios virtuales con el mundo afuera, con el mundo real. A cuento de las dificultades crecientes para demarcar lo real de lo virtual, del intento desmesurado (o no) por cruzar todas las pantallas con émulos y simulacros, el texto de Capanna repone esta exquisita frase de J.G. Ballard que afirma que el mundo es “una sopa de ficciones donde flotan algunos trozos de realidad” (2011: 184).

Así las cosas, la vida puede que se comporte, finalmente, como una pantalla más dentro de tantas pantallas. Pero de serlo, cada quien terminaría siendo un simulacro para el resto y para sí mismo/a como el napolitano que simula ser americano y que viste a la moda financiado -¡vaya incoherencia!- por la borsetta di mammà. ¿Será esta la verdadera revolución virtualista que se anuncia? ¿O será una menesunda de esa que nos mezcla todos los sueños, todas las ilusiones en un gran caldo imaginario que me lleva a calle 50 y al encuentro pospandemia?

Porque si recuerdan, todo empezó el día que me encontré con un entrañable amigo después de la vida cueveril de los años perdidos y charla va, charla viene sobre el sentido de lo virtual, me arroja esta epifanía:

-“No sé a vos, Aurelia, pero a mí todo esto me recuerda al poema de Nicanor Parra, El hombre imaginario”.

Y bajo la estricta promesa -todavía incumplida- de tomarnos un café en la cancha del club de sus amores, me fui despacio desandando -imaginariamente- los versos que comparto:

El hombre imaginario
vive en una mansión imaginaria
rodeada de árboles imaginarios
a la orilla de un río imaginario
 
De los muros que son imaginarios
penden antiguos cuadros imaginarios
irreparables grietas imaginarias
que representan hechos imaginarios
ocurridos en mundos imaginarios
en lugares y tiempos imaginarios
 
Todas las tardes imaginarias
sube las escaleras imaginarias
y se asoma al balcón imaginario
a mirar el paisaje imaginario
que consiste en un valle imaginario
circundado de cerros imaginarios
 
Sombras imaginarias
vienen por el camino imaginario
entonando canciones imaginarias
a la muerte del sol imaginario
 
Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario.


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