Tan Stoner que duele

Tan Stoner que duele

I.

Tenía el libro en una de las mesas-contenedoras-de libros-a-medio-leer. Esos espacios tan propios de quienes amamos la lectura y que van dando forma -sin advertilo- a una casa habitada por libros que, de vez en cuando, nos permiten compartir su arquitectura como quien no quiere la cosa.

La portada del libro me miraba con desconcierto. Eso les ocurre a los libros que saben que te han atrapado definitivamente y que, empero, sin previo aviso, los dejás reposar en una mesa, en otra, o en cualquier rincón de la bibliovivienda. Es que los libros no tienen idea de qué forma sus páginas colonizan los sentidos en el preciso momento en que caés en la cuenta que ese libro configura, a partir de allí, parte de tu horizonte de sentido. Al menos eso les pasa a algunos de mis libros-convivientes. Porque no a todos, debo decir. Con los años me he vuelto menos tolerante a las primeras veinte páginas. Será que el tiempo pasa y ya no me permito llegar al final de algo que no debería haber comenzado: si no es para mí, que circule, que se vuelva parte de otros sentidos, de otros horizontes. Así las cosas, hay libros que duermen en algún estante esperando que me sincere y los despida. Nada más triste que un libro pulcro, inmaculado, sin las marcas que deja el tiempo que pasamos recorriendo las hojas o, en mi sistema particular de lectura, sin las múltiples marginalia que pueblan los rincones antes blancos de las hojas. Sin ese arte precario de signos, cruces, anotaciones insurgentes, el libro no es más que cualquier otro libro.

Por momentos, me resulta indigno no marcar, aunque más no sea con un doblez de oreja, una página que contiene un fragmento, un segmento de exquisita epifanía que nos arrastra al límite del arte que con tan poco revela/desvela/rebela, un mundo.

¿Cómo no marcar, no asegurar con trazos que no se pierdan con el tiempo, lo sublime de un párrafo, lo extraordinario de un descubrimiento?

II.

A partir de este párrafo resaltado y asegurado con banderita fluorescente verde, retomé la lectura de Stoner:

“Entendió que al fin empezaba a ser un maestro, es decir tan sólo un hombre que cree en la verdad de lo que hace, a quien se le concede una dignidad del arte que tiene poco que ver con su necedad, o su debilidad o su ineptitud como persona. Era un conocimiento del que no podía hablar, pero que una vez presente lo transformó a tal punto que su presencia se volvió inequívoca para todos” (Williams, 2020: 125-126).

Ahí estabas, libro, aguardando que te atrape en mi tiempo y acepte que ya estaba otra vez rendida al despliegue de la vida de William Stoner.

Me llevó un par de horas llegar hasta el final. Y lamenté en el alma que Stoner me abandonara. Sin embargo, John Williams, con una maestría como la de su personaje, -la de creer verdaderamente en lo que hace-, había instalado en mí la profunda convicción de que había presenciado una obra de arte sin precedentes, pero lo que es más importante todavía, que me había permitido comprender algo fundamental sobre la vida y sobre las vidas.

Sin ánimo de spoilear, la vida, casi siempre, es tan Stoner que duele: plena de grises, plana, como una larga meseta sin más sobresaltos que los raptos alegres y tristes de cualquier cotidianeidad. La vida suele estar asediada, ¡y con qué frecuencia!, por los insípidos “no tiene importancia”, “no pasa nada”, o el tan ubicuo “es lo que hay”. La vida es tan Stoner que duele imaginar que tal vez no se produzca en muchos/as el digno desvelamiento de que se adquiere maestría cuando se hacen la cosas verdaderamente.

La vida es tan Stoner que vendría bien darse una vuelta por este libro implacable e inesperadamente bello. Aunque más no sea para provocar la epifanía de que toda vida, por más anodina que parezca, tiene lugar para una serena maestría.


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